sábado, 29 de septiembre de 2012

Desastres


            Pierdes a un amigo, a un familiar, a un vecino, a un conocido, se pierde una vida humana, y  todo se pierde. Miras, y nada de lo que conocías se reconoce. Es ahí, en ese preciso instante, cuando nos damos cuenta de lo que verdaderamente merece y vale la pena: la salud, el estar bien, el podernos relacionar, el vivir. Ser es la suprema dicha, pero, por afablemente constante, no lo advertimos así.

            En una sociedad donde, para nuestra supuesta tranquilidad, aspiramos a controlarlo todo, percibimos, de cuando en cuando, que nada es asegurable, al menos no al ciento por ciento. A menudo el porcentaje es bastante ridículo (nos referimos al posible dominio de nuestras existencias, esto es, a la posibilidad de poder dar una ruta determinada a nuestras vidas). Nada permanece en su sitio una jornada tras otra, por lo que nada puede ser apreciado de la misma guisa. No debe.

            Cada día, obviamente, proponemos, nos proponemos, o nos aventuramos en su devenir, en el que sugieren cada 24 horas, y luego ocurre lo que tenga que suceder, sin que lo que decimos comporte un determinismo. Nos referimos más bien a que las cosas van por encima de ese intento de controlarlas. Es obvio.

            La Naturaleza, el Destino, los Dioses, la Sinrazón, o todo junto, o cuanto pudiera ser, nos brindan periódicamente episodios que nos encadenan al caos, a la muerte, a la pérdida, a la carestía personal o afectiva, o a las dos, a la impresión que va más allá de la sorpresa, a la creencia doblada por la espina dorsal, y es entonces cuando entendemos lo frágiles que somos.

            Los desastres naturales se suceden, muchas veces a lo lejos, pero siempre con un hambre implacable y cargada de ceguera. No importa lo que hayamos hecho: la vida acontece con condiciones felices y con otras sumamente implacables, dolientes.

            Hacen las prisas que, frente a las ruinas materiales o personales, sigamos adelante mirando el futuro, haciendo pronósticos, agradeciendo que no nos haya tocado la hecatombe, y ello sin darnos cuenta de que, con el tiempo, todos aparecemos en el mismo escenario del final. No es cuestión de ser catastrofistas, sino de ver la realidad en toda su dimensión, precisamente para apreciar el milagro de estar vivos y para no perder ni un segundo de nuestras vidas y de nuestros ratos de dicha, que hemos de compartir.

            Las contingencias cotidianas nos han de servir e invitar a sentirnos más parte de la sociedad, desde la premisa y el eje de ayudarnos ante ellas, de empatizar, de buscar arreglos raudamente, de mejorarnos en la búsqueda de la asistencia y del apoyo común, que no ha de quedar en la demagogia o en las palabras mejor o peor escritas y/o pronunciadas.

            Las situaciones de cataclismos, de fragmentaciones del orden de la convivencia o de la naturaleza, de nuestro humilde bienestar, de nuestra esperanza, de lo que nos aporta salubridad y felicidad, han de ser afrontadas desde la necesidad de volver cuanto antes a la coyuntura primigenia haciendo honor a los que se quedaron por el camino, a todo cuanto se perdió. Hemos de proponernos el objetivo de que no se sucedan con la misma virulencia, si hay un margen para evitar estos fatales capítulos, y, esencialmente, hemos de procurar que no falten las manos necesarias para experimentar la fuerza de lo humano y superar con prontitud lo que nunca debió ser dañado.  

No olvidemos tampoco que la ayuda, por nimia que sea, no debe esperar, justamente no debe prolongarse más de lo debido. Lo importante, cuando algo nefasto ha acontecido, es intentar mitigarlo y que no vuelva a ocurrir.

Juan TOMÁS FRUTOS. 

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