Se llamaba
Sebastián, pero seguro que ustedes lo conocerán por otro nombre. Era simpático,
muy simpático, y severo a la hora de exigir. ¡Faltaba más! Lo que pasa es que
lo hacía de tal manera que no nos dábamos cuenta del esfuerzo que finalmente
conseguía sacar de nosotros. Tenía también una gran capacidad de trabajo, que
aumentaba con lo que podríamos denominar “una
ingente voluntad”.
Era de aspecto amable, una cualidad
que cálidamente corroboraba con sus actos cotidianos. De él aprendí mucho, y no
sólo yo. Era una experiencia de vida. Había experimentado los rigores de la
carestía, y de ella se había impregnado muchísimo.
Le gustaba leer, y trababa de
imbuirnos en esa costumbre. Lo hacía con lecturas amables, con libros que nos
prestaba a cambio de devolvérselos forrados, cuidados, como prueba del mimo
recibido.
Sabía de historia, y de geografía, y
de literatura, y de libertades, y de respeto… Sabía como pocos. Era de una inteligencia sencilla, popular,
cargada de refranes y de cercanías. Su cuerpo grande denotaba un corazón
grande, y lo era más porque compartía, porque sabía de solidaridad.
Lo recuerdo aún, pese al transcurrir
de los años. Parte de lo que soy se lo debo a él. Era mi maestro. No retengo muchos
nombres de cuantos me han enseñado. Él está entre los primeros por muchos
motivos, a los que añado su familiaridad y su apoyo en aquella compleja época
de la adolescencia.
Es verdad que eran otros tiempos. No sé si buenos o
malos, si mejores o peores. Eran los que eran, y sé que fui feliz gracias a
personas de su talla. Entonces uno no precisaba muchos regalos ni cosas
materiales para ser dichoso. No teniendo demasiadas cosas en el entorno,
personas como Sebastián hacían que el mundo fluyera con inteligencia y en
progreso sin que percibiéramos las ausencias. Nos hacían ver, sin duda, el vaso
medio lleno siempre.
Era tanto su amor por la cultura que
aquel maestro encabezó batallas no conflictivas para consolidar una Agrupación
Musical, para que su colegio tuviera todo lo mejor, para que el pueblo
albergara inquietudes por el saber. No paró hasta que su corazón, ¡tan grande!,
le dijo basta, pero, afortunadamente para todos, nos legó un ejemplo que
todavía hoy en día recordamos.
Ejemplos de una sociedad viva
Era un maestro en el sentido más pleno y extenso de
la palabra. Era una buena persona. Como él ha habido muchos, hay muchos, y
seguirá habiéndolos. Los tendremos cerca, a veces incluso sin captarlos, por
muchas crisis que nos vengan. Son el ejemplo de que la sociedad se mantiene
viva con personas que, altruistamente, mueven cielo y tierra para que el ser
humano progrese de verdad, a menudo incluso en circunstancias de hostilidad.
No me pregunten el porqué, pues no
es ni siquiera por una vena romántica o nostálgica, pero hoy me apetecía rendir
un claro, un hondo, homenaje a la figura del maestro de escuela, tan necesaria
en nuestra sociedad, como tantas otras. Ese tributo lo hago en nombre de
Sebastián Gálvez, pero seguro que ustedes le pueden poner otra denominación,
pues hablamos de actitudes, de personas buenas, de ciudadanos inteligentes,
entregados a su comunidad. Resaltamos valores, transcendencias, sentimientos,
óptimos influjos… Y nos referimos a todos esos conceptos con una enorme carga
de gratitud por haberlos podido conocer, por poderlos reconocer actualmente.
Por ello creo que es bueno que rindamos tributo a
esas figuras esenciales en nuestras vidas, aunque en esta ocasión haya pensado
en una en particular.
Juan TOMÁS FRUTOS.
No hay comentarios:
Publicar un comentario