Me recordaba, y aún me recuerda, por fortuna, mi
padre que quien tiene un amigo tiene un tesoro. No lo entendía del todo cuando
era pequeño. Supongo que era así porque de infantes la vida suele ser generosa
y lo normal es que estemos rodeados de auténticos amigos que en un número
ingente nos envuelven con sus halos de felicidad hasta tal punto que para
nosotros eso es lo natural. Lo vemos, por lo tanto, como normal, tanto como el
aire que respiramos.
Luego, por desgracia en este caso, el tiempo nos envuelve con sus mantos de
socialización, e inexplicablemente se nos quedan por el camino muchos de esos
amigos. Tengo una persona muy querida que me reitera que las amistades que no
continúan no lo son verdaderamente. Creo que tiene razón.
Lo bueno de la vida es que lo que nos quita por un
lado nos lo da por otro. Las gentes, las buenas, van y vienen, y, por suerte,
no andamos solos si tenemos entrega y convicción para seguir adelante.
Siendo positivos, es lógico que reconozcamos que hay
amistades como las de la infancia, las buenas, las que nos legan leyendas y
comienzos venturosos, que lo son para siempre, como dice la canción. Las
recordamos con la nostalgia de que cualquier tiempo pasado fue mejor. No
obstante, hay que mirar al futuro, porque sinceramente estimo que está repleto
de opciones de dicha. Eso sí: precisamos saber mirar con el corazón, como nos
indicaría El Principito.
Al igual que en Periodismo nos refería el maestro
Kapuscinski que no cabe el cinismo, tampoco ha de tener presencia en una relación
de amistad. La autenticidad es la base de una relación de amigos, que han de
verse como hermanos, y que, fundamentalmente, se han de comprender en las
situaciones más complejas, donde se descubrirán de verdad.
La vida es eso que nos empeñamos en controlar hasta
que se acaba. En ella encontramos de todo. Uno de sus dones son las personas
que nos quieren de manera genuina, sin tapujos, sin condiciones, valorando lo
que somos y cómo somos, sin desear cambiarnos, sin pedir nada a cambio. Con esas gentes podemos ser felices. Nuestro
esfuerzo se ha de dirigir a descubrirlas y a valorarlas, amén de conservarlas
como esa riqueza no extinguible que son.
Potenciar las amistades es casi un deber societario.
Debería serlo. Desde esa textura se construye todo lo que merece la pena. Somos en la medida en que nos reconocemos con
los demás, según Chomsky y Umberto Eco. Por eso debemos mostrar agallas y
energía en la defensa y el sustento de lo humano desde la amistad y el amor. Si
éste nos falta, no somos nada, aunque tengamos todo el oro y el dinero del
mundo. Una perspectiva cambiada nos ha llevado a la actual crisis de identidad.
Se
aprende de todos
Sé que dar con amigos, que descubrir si lo son, que
perderlos, que verlos flaquear, que experimentar desengaños, es fatigoso y
hasta doloroso. A menudo nos decimos que habríamos preferido no haberlos
conocido. No es verdad. De todos se aprende. Lo que las relaciones no nos deben
aportar es desencuentros con otras personas, ni recelos universales, ni
desconfianza en el ser humano. Lo mismo que unos se marchan aparecen otros,
aunque no sea con idéntica facilidad. Hemos de sacar el más óptimo provecho
intelectual y espiritual de cada ocasión, que siempre es irrepetible. Se
cierran puertas de amistades, y se abren otras, quizá mucho más deseables y
fructíferas.
La vida es maravillosa. Su hermosura es consecuencia
de los buenos actos, que siempre son más grandes y más fuertes que los malos,
aunque genéricamente no lo advirtamos de esta guisa. Las humildes y a menudo
desconocidas acciones societarias e individuales de defensa de lo humano, de
todo lo humano, superan con creces a las nefastas. Ocurre, sin embargo, que
hacen menos ruido. De ahí, quizá, este escrito. Estamos, estoy, con la bendita
mayoría que cree en el prójimo, en el otro, y que pone su costado para que la
cuesta sea más llevadera. Hablo de los amigos, de los que lo son, aunque no
siempre los reconozcamos.
Juan
TOMÁS FRUTOS.
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