No hay mayor incertidumbre que la que provoca el desconocimiento. Lo sabemos desde pequeños, desde que somos niños. Por eso, cuando asomamos por el campo de batalla de la vida sentimos una especie de vértigo en cuanto se nos escapan algunas cuestiones incontroladas.
El tener que pasar por una operación quirúrgica es un asunto que, aunque a veces se plantee como un mero trámite, no lo es. Se presenta, como poco, la duda sin método respecto a ese adormecimiento que nos ubica en un estado de cierta indefensión y de temor a lo que vendrá después, o en el entreacto…
Cuando apenas somos unos críos el miedo puede ser mayor, porque todavía nos faltan más datos en torno a lo que va a suceder, a cómo nos lo cuentan, y sobre los posibles resultados. Así, cuando vamos de camino a una sala de operaciones, que es como la vida misma, un puro riesgo, pero viéndole al toro los cuernos, cuando vamos, digo, por ese túnel de esperanza y de falta de fe, cuando la inseguridad se apodera, o se puede apoderar, de nuestro cuerpo y de nuestra mente, a menudo se produce el milagro de una cara feliz al lado nuestro. Si son dos rostros, mucho mejor.
Es el caso que podemos comprobar sobre la inmensa e impagable labor de los payasos de hospital. Te miran, te sonríen, y te dicen sin decirte nada que la existencia humana es una oportunidad para alegrarnos, incluso cuando la opción parece no llegar, en los momentos de tinieblas, de apagones analógicos en pos de un remedio mejor, que puede llegar, o no…
Ahí están: son los payasos de la vida, en este caso de un hospital de vida, procurando que nada falte en este valle inconmensurable de ocasiones para la sorpresa y la sonrisa en paralelo, aunque a menudo esto nos parezca imposible. Ellos, como nadie, te cuentan cuentos que no tienen fin, te expresan sus deseos más íntimos y sencillos, y procuran que no haya un atisbo de soledad hasta el momento mismo de la soledad, que se diluye en un espacio-tiempo sin tránsito.
“Milagros”
Son, sí, esos payasos que pasan un tanto desapercibidos hasta que los necesitas, hasta que ves en ellos a tus padres, a tus abuelos, a las gentes de bien que te quisieron, a los que te comunicaron las buenas venturas, las confianzas, las esperanzas, los milagros más sencillos, esto es, los mismos universales que nos vienen directamente de la Antigua Grecia. Te subrayan sin hablar apenas que la hermosura de un buen día está en el equilibrio de no faltarte una taza de té, un trozo de pan y una mano amiga, aunque sea desconocida, como la de ellos. Sin pretenderlo, sin auparnos a aceleraciones extrañas, te llevan, con sus caras y trajes de payaso, por un camino mágico hacia un Mundo de Oz sin mago, porque indudablemente los “milagros” son ellos.
Y después, cuando se supera el trance, cuando todo vuelve a la normalidad, cuando la imagen del pasado parece que apenas ocurrió, uno se acuerda, como hoy, de los payasos, de los payasos de hospital en sentido amplio y más que figurado, es decir, de quienes hacen sonreír a niños, a adultos, a perdidos por la nebulosa de la fe en la misma nada, y, aún entre lágrimas de jovialidad, se juran y se prometen a sí mismos que harán todo lo posible para que en el próximo trance, incluso en el más duro que pueda venir, nos hallemos con gentes como ellos, unos payasos de hospital a cada lado, aunque no los reconozcamos, aunque no vistan tal atuendo, aunque nada sea como les contamos ahora mismo.
Para concluir resaltemos que lo importante es que, en un evento severo, tengamos la suerte de no estar solos, y que disfrutemos de unos payasos sonrientes que nos digan que todo ha merecido la pena, y que, a pesar de los pesares, este planeta y sus seres vivos son algo extraordinario. Ganémonos desde ya a esos payasos. Son un ejemplo de comunicación, pura y bella comunicación.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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