domingo, 16 de diciembre de 2012

La hora de María


María sabía que había llegado su hora. Lo notaba en su cuerpo cansado, en su mente libre, en su clarividencia respecto de lo que sucedía. El corazón ya mostraba indicios de que no podía seguir. Había sobrepasado los trámites existenciales. Percibía que se había acercado el momento de cruzar las montañas del más allá, para ir hacia ese mundo de sueños que siempre le acompañó.

Los ojos se mostraban tan lindos y cariñosos como cansados. Habían rodado mucho.  El juguete parecía a punto de caer en esa dimensión a la que van las almas en busca de paz tras el periplo terrenal. Se iniciaba una era que tenía el aroma del hogar.

Todo eso pensaba, mientras la vida le galopaba en forma de fotogramas silentes, desgarradores, alegres, variopintos, con ganas y opciones que habían ido y venido, dejando huellas de toda índole.  La existencia se marchaba, casi huía de lo cansada que estaba.

Los ojos decían que no podía más, y el cuerpo empezaba a rebelarse ante las ansias de la labor cotidiana. El quehacer ya no generaba fortaleza como antes. No parecía que las complacencias de antaño fueran a surtir efecto. La fe ya no era señera, tampoco era divisible, y los obstáculos sencillos o complicados del día a día se terciaban infranqueables por los ademanes que captaba y por las batallas que experimentaba, las cuales comenzaba a no querer ganar antes de librarlas.

Nunca antes se había sentido así. Puede que por eso pensara que la hora era ya la fijada en alguna ruta del destino, que cambiaba caprichosamente sus directrices y órdenes y se hacía pesado y grave. Prefería aceptar el estado de esa cuestión que ya comprendía a pugnar con unos músculos hastiados de tanta ausencia.

Bueno, antes todo había guardado un orden, incluso cuando parecía no tenerlo. María había sido una luchadora, y nada la había amilanado, ni siquiera cuando las obligaciones y la fortuna le llevaban por derroteros de severa pérdida y hostilidad. De todo había sacado partido, incluso cuando el beneficio era sumamente fungible. Su idealismo, a menudo su optimismo, el mirar el vaso medio lleno, le habían acarreado unos resultados que, si hacía balance, no eran malos,  ni mucho menos.

La edad, la juventud, le habían ayudado hasta ahora, pero, como era previsible, su era se había agotado, y, con ella, los recursos de siempre, que no eran eternos. Se desplomaba poco a poco, algunos días a marchas forzadas, en una especie de caída en barrena, con precipitaciones que se asemejaban imparables. Su espalda estaba condolida por golpes de toda estirpe, muchos de ellos incomprensibles, pero golpes al fin y al cabo.

Estaba en la despedida. Con toda su pena y dolor observó, no obstante, desde su atalaya cómo los niños seguían jugando con la misma alegría y fuerza que ella tuvo de pequeña. Sonrío, y se sintió, en la huída, menos cansada. Se fijó un poco más en su campo de juegos y en sus palabras de amistad y de ingenio e ingenuidad, y supo que su percepción fatal lo era más por los tumbos que había dado que por el hecho de no existir un futuro. Vio, sin duda, porvenir, y mucho. Lo oteó en esos infantes maravillosos que le devolvieron al Sol y a sus cielos azules de la niñez, ahora recuperada.

Supo que había llegado su hora, pero la experimentó contenta. Sabía que, en el fondo, todo en la Naturaleza se renueva, y, en ese ciclo, ella volvería a sonreír.

Juan TOMÁS FRUTOS.

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