martes, 26 de marzo de 2013

La fila


            Es una mañana cualquiera. Un grupo de niños y niñas hacen fila, y son 30, para entrar al colegio. Llega la profesora, y todos van tras ella, insertos, quizá sin saberlo, en una unidad de acción. De pronto la fila se parte. Una niña ha perdido el zapato y cae al suelo. La parte de la fila que a ella le sigue se para. El que marcha tras ella se detiene en seco. Hay un problema. Todo el grupo de niños/as, hasta ese momento en puro alboroto de mañana, mantiene la fila en la trozo que queda, y espera acontecimientos. La fila se guarda y respeta. Nadie parece discutirlo, y nadie parece pensar que ésa no sea la mejor opción.

            El chico que sigue a la niña que ha perdido el zapato conserva la sonrisa y también un aspecto de dulzura. No hay prisa. La pequeña ha de calzarse. La profesora abandona momentáneamente la parte de la fila que iba primero, y va a ayudar a la chica. La niña se pone su zapato y se incorpora. La fila sigue intacta. Todo está en orden ya. La infanta comienza a andar y también los chicos y chicas que le seguían. La fila se recompone al unirse las dos partes escindidas. Es de buena mañana, y yo me quedo atónito.

            Me llama la atención, aunque parezca una situación súper-sencilla, por el respeto que supone esperar al caído, porque, además, no se muestra celeridad, por aguardar, esos pequeños/grandes seres humanos, lo importante (la compañera, en este caso), porque se ha mantenido la estructura ante un imprevisto, porque los niños han protegido a la colega en una situación de debilidad, porque ha primado la lógica… De mayores, ya de bien mayores, a veces advierto situaciones similares donde no vemos ni siquiera al caído. Es una lección de vida, o eso me parece.

            Me voy al trabajo, tras lo contemplado, muy contento, y con una enseñanza tan aplastantemente obvia que no entiendo por qué no somos los mayores los que les enseñamos con hechos lo que en realidad debería ser. Mientras esto medito, un coche se salta mi paso de cebra, otros dos, un poco más adelante, discuten sobre las supuestas seguridades del día, otros recuerdan a parientes que no conocen, tres se tropiezan (eso sí, pidiendo perdón) porque van ensimismados con el móvil o mirando a cualquier parte menos hacia el frente, algunos más se cruzan sin saludarse como si fueran desconocidos (lo cual quiere decir que están pensando en otras cosas que no tienen que ver con el entorno de ese instante), y yo mismo me acelero y corro hacia un trabajo por el hecho de que todos miméticamente andamos, según nos decimos, “a un buen ritmo”, con prisas, vamos.

            La pregunta es qué nos ocurre para no guardar esa magnífica fila, para no ser un poco más solidarios, para no disfrutar alegremente incluso de los pequeños inconvenientes, para no liberar la energía en positivo. Puede que estemos tapando nuestros corazones de niños. Asimismo, puede suceder que en el día a día no sepamos elegir a nuestros compañeros de fila, o que no nos deleitemos de manera suficiente con aquellos y aquellas que nos han tocado en suerte. Es cuestión de pensarlo un poco, o, quizá, un poco más.

Juan TOMÁS FRUTOS.

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