El panorama es difícil, pétreo, rudo, con situaciones que se hallan muy lejos
de que las podamos comprender en pleno siglo XXI. Parece como si la edad de la
oscuridad, ésa que tan bien nos retratan las películas, se hubiera quedado
inmóvil, y fuéramos impotentes a la hora de variarla. Los desequilibrios son,
hoy en día, tan atroces como nefastos. Hay,
desgraciadamente, grupos humanos que pasan hambre, que no tienen medicinas, o
que no tienen las suficientes, así como conocemos soñadores que no rozan la
realidad perseguida, que viven en la ignorancia consentida y hasta metódica. Hay
gentes que empiezan el día con cero gotas de agua, con enfermedades, con
guerras, con poca esperanza de vida, sin vida... Contabilizamos, asimismo, personas
que parece que no inician siquiera la jornada por no tener ni siquiera lo
esencial, que suele ser, cuando se da, bastante poco.
El planeta está lleno de desigualdades. Supongo que es algo inevitable en lo
humano, en la estirpe societaria, con todas sus grandezas y sumisiones. Lo
importante de un sistema es que no permita que esas desigualdades lleguen a
extremos de ruptura o de ignominia. Los mínimos de la decencia en cuanto a
salud y a educación han de estar cubiertos. Deben.
Cuando paseando cualquier tarde advierto a alguien pidiendo por la calle, o veo
a un niño que creo puede tener pocas oportunidades por sus aparentes o reales condiciones
sociales, cuando reparo en una persona mayor en situación de desamparo, cuando
esto sucede, me doy cuenta de que hay demasiados conciudadanos con necesidades
de índole sustantiva que no encuentran solución a sus serios problemas, lo cual
es injusto, fundamentalmente porque en la mayoría de las ocasiones hay arreglo
a lo descrito.
Deberíamos contarnos, si todo transcurriera como sería menester, que la
solidaridad está, ha de estar, por encima de todo. Sin embargo, no ocurre así.
Las crisis, las de verdad, sacan lo mejor y lo peor de cada cual. Hemos de ser
capaces en ellas, pese a las urgencias, de irnos a lo relevante, de llegar a lo
que interesa de verdad, que es preservarnos como humanos, con dosis suficientes
de sustento para que la llama de la auténtica jovialidad no se extinga. Ese
fuego es nuestra esperanza.
Las figuras
que más me duelen son las de los transparentes, esto es, las de aquellos y
aquellas que pasan por la existencia, que deambulan por nuestras ciudades, sin
que los percibamos en sus fundamentos. Bueno, seguramente los contemplamos,
pero, de algún modo, los superamos inconscientemente, como si no fueran importantes,
como si no mereciera la pena que los albergáramos en nuestro “disco duro”.
Mirar y ver
A veces (demasiadas,
ya digo) me sorprende la radiografía: gentes que piden mientras paseamos,
personas como nosotros que buscan en contenedores, ciudadanos y ciudadanas que
rescatan las migas que a otros sobran. Y sobra lo que sobra, más bien poco, y
falta lo que falta, muchísimo, por desgracia. En ese desequilibrio, los peor
parados son los denominados grandes olvidados, los que no oteamos, aunque estén
al alcance de la siguiente esquina. No parece que haya prisa por verlos, aunque
mañana podamos estar ahí nosotros. No lo pensamos, como no pensamos que debemos
aprovechar la existencia con más plenitud, porque es un bien finito. No lo
meditamos, y así vivimos. También nosotros nos olvidamos un poco de nosotros
mismos. Lo hacemos cuando no interiorizamos lo verdaderamente básico y crucial,
que es la salud, nuestro tiempo, la familia, el amor, los amigos, los apoyos
bien dirigidos, bien llevados. Divisemos, y veamos de manera efectiva y
eficiente.
No lo puedo
evitar. Me acuerdo ahora de quienes pasan frío, porque hace frío en este
invierno que se prolonga en numerosos sentidos y sentimientos, que se extiende
más para unos que para otros. No siempre lo palpamos de esta guisa. El sistema
rompe y tira, “por desfortuna”, lo que otros necesitan de manera elemental.
¿Qué hacer? Cambiarlo, y, sí, hacerlo de manera pacífica, reconociéndonos como
hermanos que somos, como personas en igualdad de derechos, defendiendo que hemos
de contar con las mismas opciones de dignidad.
Nos hemos de
fijar, por favor, en los olvidados
de un sistema que también puede equivaler a un modelo social, pero que no será
tal mientras haya muchas gentes, un excesivo número, en estructuras de carencias
que hemos de subsanar para que las dosis de felicidad que decimos buscar y a las
que tenemos derecho sean unas realidades señeras. Si lo son ya, con esa actitud
seguramente conseguiremos que sean más auténticas aún.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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